Era uno de esos días en los  que te encuentras de buen humor. En los que te gusta tanto que el viento  sople a tu favor, simplificando cada paso, avanzando con la facilidad  de un río descendiendo montaña abajo; al igual que te pegue en la cara,  levantando tu pelo, alborotándolo, haciendo costoso cada movimiento,  superándolo como si te hubieras adentrado en una muchedumbre furiosa  deseosa de frustrar tu avance.
Me encanta el cielo azul en esos  días, cuando temprano puedes ver la mancha blanca de la luna invadiendo  el azul eterno, incluso durante las horas en que el sol aun manda, y  desearía perderme en el mar en una noche como esta, o estar en la  montaña, y ver las estrellas que nos perdemos cada noche.
Me  encanta también cuando las pocas nubes que hay, blancas, sin intención  de estropear tu buen humor, se sitúan estratégicamente al oeste, y sus  formas se entremezclan con los colores de la caída ordinaria del imperio  solar. Rojo, rosa, amarillo, hasta la oscuridad total. 
La  variedad cromática simula una gran pintura que debe de estar creada por  al menos un centenar de los mejores grafiteros del panorama actual.
Pero  si de verdad tienes suerte, el día comienza con nubes negras. Y aunque  no empieza perfecto, te das cuenta de que lo será cuando se inicia la  descargar de toda el agua que habían acumulado unos días atrás. De un  color grisáceo, se vuelven blanquecinas, el arcoíris sale mientras el  sol y la lluvia se funden. Y cuando ésta deja de caer, el centenar de  grafiteros vuelven a dejar su signatura al atardecer y la noche queda  despejada y aparece el mismo deseo de perderse y estrellarse en la  oscuridad, tumbado mirando tan alto como no podemos imaginar, perdidos  en la infinitud. 
Hay que tener mucha suerte para tener unos de  estos días. La suerte hay que buscarla, pero sobre todo estar confiado  en que vamos a encontrarla.
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