Pues veréis, os confío el secreto: he encontrado una de esas en mi casa. 
Iba    a probar el nuevo exprimidor, supongo que será de IKEA como todo lo   que  se compra últimamente en mi casa, que en vista de las futuras    elecciones no está del todo mal cuando tenga que emigrar a Suecia, ya    sea por Erasmus o porque este país tan nuestro de toros, azahar y paella    se haya ido definitivamente a la mierda.
En    lo que estaba, probando el exprimidor desconocía la capacidad de  estas   nuevas frutas para evocar recuerdos. Y os cuento, como un  PowerPoint  de  los programas de cocina:
- Coge unas naranjas (tantas como zumo desees).
- Coge unas naranjas (tantas como zumo desees).
- Córtalas por la mitad con un cuchillo.
- Enchufa el exprimidor.
Hasta ahí todo se puede parecer al procedimiento con el que se tratan las naranjas normales.
Pero    en el momento de hacer girar el exprimidor, es como exprimir  cebollas,   cebollas que citan lágrimas y agitan  recuerdos. Vinieron de  momento,  más intensos y  reales que una visión con LSD.
Cualquier    mañana durante el curso, unos 10 años atrás, con el uniforme verde de    algodón o de la tela que sean los polos del colegio, del mismo que   contó  mis entradas y salidas durante 14 años, los pantalones, cortos o   largos,  color azul marino apoyados en una silla de mi cocina con el  hilo  musical  del motor de una máquina mucho más antigua que las  creadas en macrotiendas  suecas, esperando con el tazón de cereales  delante (al que nunca he  llamado de cereales sino “de crispis”) y sus  manos de toda una vida  agotando  cada gajo, cada gota de jugo, para  llenar un vaso, como cada  mañana. 
Extractos    de naranja que se toman al momento “para no perder sus propiedades”,  si vives con una persona de 80 años lo sabes. Igual que la insistencia    con la que hay que ponerse el chaquetón cada mañana, aunque el fuego sevillano diga lo contrario. 
La    esencia de una fruta y de repente estaba allí. Donde siempre estuvo,  en   su cocina, en mi cocina, conmigo midiendo la mitad cuando aun  miraba   hacia arriba para encontrar sus ojos, su pelo canoso, su alma  plena de   energía incansable, madrugones a las 6 de la mañana para  hacer de comer y   poner en funcionamiento una casa entera. 
El    zumo estaba delicioso. Tamizado con cariño para evitar la pulpa, como    cada mañana, como un ritual, como rutina de un vínculo que permite  que   hoy, sin importar la hora que sea, la edad o la talla que tenga y  de  que  haga unos meses desde que te fuiste, vuelvas a estar conmigo   durante este eterno  instante.
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